I. Los
santos huían del sacerdocio
San Cirilo de Alejandría decía que
cuantos se encuentran informados del verdadero espíritu de Dios se sienten
presa de temor al decidirse a subir al sacerdocio, como el otro que tiembla
ante la enorme carga que se le va a poner sobre los hombros, por temor de
sucumbir a su peso. San Epifanio nos cuenta que no encontraba a nadie que
quisiera ordenarse de sacerdote. Un concilio cartaginense decretó que cuantos
fueran juzgados dignos del sacerdocio y lo rehusaran, podrían ser hasta
forzados a ordenarse. «Nadie, dice San Gregorio, recibe el sacerdocio
voluntariamente» El diácono Poncio escribió en la vida de San Cipriano que, al
oír el santo que lo iban a ordenar de sacerdote, se escondió por humildad. Se
cuenta también en la vida de San Fulgencio que, en la misma situación, huyó y
se escondió. Se anticipó, mediante la huida, a los deseos de cuantos querían
elegirlo y fue a ocultarse a un sitio desconocido para ellos. Cuenta Sozomeno
que San Atanasio también huyó para no ser ordenado sacerdote. San Ambrosio,
según propia confesión, resistió cuanto pudo para que no lo ordenaran de
sacerdote. San Gregorio, a pesar de haber Dios manifestado milagrosamente que
lo quería sacerdote, trató de disfrazarse de mercader para huir de la
ordenación.
San Efrén se fingió loco, San Marcos
se cortó el pulgar y San Ammonio se cortó las orejas y la nariz para no ser
ordenados sacerdotes; y como el pueblo insistiera en que se ordenara a San
Ammonio, no contento con haberse cortado las orejas y la nariz, amenazó con
cortarse también la lengua; así que hubo que desistir y no molestarlo más. Todo
el mundo sabe que San Francisco quiso permanecer diácono, sin pasar al
sacerdocio, por haber visto en una revelación que el alma del sacerdote ha de
ser pura como el agua que se le mostró en un vaso de cristal. El abad Teodoro
era sólo diácono, y, con todo, no quería ejercer su ministerio, porque vio en
la oración una columna de fuego y oyó una voz que le decía: Si tienes tan
encendido el corazón como esta columna, ejercita tu Orden. El abad Matúes fue
sacerdote, pero no quiso celebrar nunca, pues decía que le habían ordenado a la
fuerza y que no podía celebrar, pues se reconocía indigno de ello.
Antiguamente, entre los monjes que
vivían vida tan austera, había pocos sacerdotes y juzgaban soberbio a quien
pretendiese la ordenación; de aquí que San Basilio, para probar la obediencia
de cierto monje, le mandó que pidiera públicamente el sacerdocio, siendo
estimado aquel acto como de suma obediencia, pues con ella se presentaba a sí
mismo como gran orgulloso.
Y ¿cómo se explica, les preguntaré,
que los santos, que no viven más que para Dios, tengan tanta repugnancia a
recibir a las órdenes sagradas, por estimarse indignos, y haya tantos que
corren ciegamente al sacerdocio y no ceden hasta que llegan a él, por buenas o
por malas? ¡Desgraciados!, exclama San Bernardo, ya que ser inscrito en el
libro de los sacerdotes equivale a ser inscrito en el libro de los condenados.
¿Por qué? Porque casi todos éstos no son llamados por Dios, sino por sus
parientes, intereses o ambiciones; de modo que entran en la casa de Dios no con
el fin que debe animar al sacerdote, sino con torcidos fines mundanos. De aquí
que los pueblos quedan abandonados, la Iglesia deshonrada y se pierdan tantas
almas, con quienes también se pierden tales sacerdotes.
II. Cuál
es el fin del sacerdote
Dios quiere que todos se salven, pero
no por las mismas vías. Al igual que en el cielo distinguió diversos grados de
gloria, así en la tierra estableció diversos estados de vida, como otros tantos
caminos para dirigirse al cielo. Entre éstos, el más noble y elevado y hasta el
supremo es el estado sacerdotal, en atención a los altísimos fines para que fue
constituido el sacerdocio. ¿Qué fines son éstos? ¿Solamente el de celebrar la
misa y rezar el oficio, para después de ello vivir vida mundana? No; la finalidad
divina es establecer en la tierra personas públicas encargadas de cuanto
concierne al honor de Su Divina Majestad y de la salvación de las almas: Todo
pontífice escogido de entre los hombres es constituido en favor de los hombres,
para aquellas cosas que miran a Dios, para que ofrecezcan dones y sacrificios
por los pecados, el cual se pueda
compadecer de los ignorantes y extraviados (Heb 5, 1). Para servirle a Dios y
ser su pontífice (Ecle. 45, 19). Es decir, como explica el cardenal Hugo, para
desempeñar el oficio de alabar a Dios Y Cornelio Alápide añade: Como el oficio
de los ángeles es el de alabar continuamente a Dios en el cielo, así el de los
sacerdotes es el alabarle continuamente en la tierra.
Jesucristo estableció a los sacerdotes
como cooperadores suyos, para procurar el honor de su Eterno Padre y la
salvación de las almas; que por esto al subir al cielo declaró que los dejaba en
su lugar, para que continuaran la obra de la redención que El mismo empezara y
acabara. Hizo de ellos los delegados de su amor, como se explica San Ambrosio.
Y el mismo Jesucristo dijo a sus discípulos: Como me ha enviado mi Padre, también
yo os envío a vosotros (Jn 20, 21), y les dejo por obra la que vine a hacer a
la tierra, esto es, manifestar a los hombres el nombre de mi Padre. Y, en
efecto, hablando con su Eterno Padre, había dicho: Yo te glorifiqué sobre la
tierra, consumando la obra que tú me has encomendado hacer... Manifesté tu
nombre a los hombres (Jn 17, 4-6). Y luego le rogó por los sacerdotes: Yo los
he comunicado tu palabra... Conságralos en la verdad... Como tú me enviaste al
mundo, yo también los envié al mundo (lo. 17, 14. 17, 18). De donde se sigue
que los sacerdotes se hallan en el mundo para dar a conocer a Dios, sus divinas
perfecciones, su justicia, su misericordia, sus preceptos, y para hacer que se
le respete, se le obedezca y se le ame como es debido; están destinados a
buscar a las ovejas perdidas, dando para ello la vida si fuera necesario. Tal
es el fin para el que Jesucristo vino al mundo y por el que instituyó a los
sacerdotes: Como tú me enviaste al mundo, yo también los envié al mundo (Jn 17,18).
I.
Principales
deberes del sacerdote
Jesús no vino al mundo más que para
encender el fuego del amor divino: Fuego vine a poner sobre la tierra, ¿y que
he de querer sino que arda? (Lc. 12, 49). Esto es lo que ha de procurar el
sacerdote durante toda su vida y con todas sus fuerzas: no ganar dinero ni conseguir
honores ni bienes terrenales, sino ver que Dios es amado por todos. Somos
llamados por Jesucristo, dice el autor de la Obra imperfecta, no para buscar
nuestros propios intereses, sino para procurar la gloria de Dios. El amor
verdadero no busca su propia ventaja, sino que se afana por llevar a cabo
cuanto desea el amado. El Señor decía en el Levítico a los sacerdotes: Os he
separado de entre los pueblos para que sean míos (Lev 20,26). Nótese que el
para que sean míos quiere decir para que se dediquen a mis alabanzas, a mi
servicio y a mi amor; y como dice San Pedro Damiano, para que sean los
cooperadores y distribuidores de mis sacramentos. Para que sean, dice San
Ambrosio, mis guías y los pastores del rebaño de Jesucristo; y añade el santo
doctor que «el ministro de los altares no es ya suyo, sino de Dios». El Señor
separa a los sacerdotes del resto de los demás hombres, para unirlos
completamente así (Num 16, 9).
Quien me sirve, sígame (Jn 12, 26)
Sígame, es decir, huyendo del mundo, ayudando a las almas, haciendo que Dios sea
amado y combatiendo el pecado las ofensas de los que te insultaba recayeron
sobre mi (Ps 68, 10). El sacerdote que es verdadero seguidor de Jesucristo toma
las injurias hechas a Dios como hechas a sí mismo. Los laicos, aplicados a los
negocios mundanos, no pueden rendir a Dios la debida veneración y agradecimiento,
por lo que decía un sabio autor que «fue necesario escoger de entre la
muchedumbre algunos hombres que estuviesen obligados a tributar al Señor los
honores que se le deben».
En las cortes de los monarcas hay
ministros encargados de hacer observar las leyes, alejar los escándalos,
reprimir las sediciones y defender el honor del rey. Para todos estos fines
constituyó el Señor a los sacerdotes, que son oficiales de su corte.
Acreditémonos en todo, decía San Pablo, como ministro de Dios (2 Cor. 6, 4).
Los ministros siempre están prontos a procurar a su soberano el respeto que le
es debido, siempre hablan de él muy bien, y si oyen algo contra el monarca lo amonestan
celosamente, se esfuerzan por prevenir sus gustos y exponen hasta la vida por
complacerlo. ¿actúan así los sacerdotes con Dios? Cierto que son ministros
suyos y por sus manos pasan y se tratan todos los negocios de la gloria de
Dios. Por su medio se quitan los pecados del mundo, por lo que quiso morir
Jesucristo: Nuestro hombre viejo fue con El crucificado para que sea eliminado
el cuerpo del pecado (Rom. 6, 6). Pero en el día del juicio ¿cómo van a ser
reconocidos como verdaderos ministros de Jesucristo los sacerdotes que, en
lugar de impedir los pecados ajenos, fueron los primeros en actuar contra
Jesucristo? ¿Qué se diría de un ministro que se negara a cuidar los intereses
de su rey y se alejara cuando le pide su asistencia? Y ¿qué se diría si, además
de esto, hablara contra su soberano y llegara a planear su destronamiento, asociándose
con sus enemigos?
Los sacerdotes son embajadores de
Dios: En nombre, pues, de Cristo, somos embajadores (2 Cor. 5, 20). Son los copartícipes
de Dios para procurar la salvación de las almas: Pues de Dios somos
colaboradores (1 Cor 3, 9). Jesucristo les infundió el Espíritu Santo para que
salvaran las almas, perdonándoles sus pecados: Esto dicho, sopló sobre ellos y
les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, perdonados
les serán; y a quien los retengan, retenidos quedan (Jn 20, 22. 23). De esto
infiere el teólogo Habert que el espíritu sacerdotal consiste esencialmente en
un celo ardoroso por la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Por tanto, el sacerdote no ha de
ocuparse de las cosas terrenas, sino de las divinas: Constituido en favor de
los hombres en cuanto a las cosas que miran a Dios (Heb. 5, 1). Por esto quiso
San Silvestre que los días de la semana los llamaran ferias los clérigos, que
vale tanto como vacaciones; con ello nos da a entender que nosotros, los
sacerdotes, no hemos de mirar más que a Dios y a ganarle almas, oficio que
llamaba divinísimo San Dionisio Areopagita. Dice San Antonio que sacerdote
equivale a enseñanza sagrada y Honorio de Autún añade que presbítero equivale a
dar paso, el que enseña el camino. También San Ambrosio llama a los sacerdotes
guías y pastores de rebaño de Jesucristo. San Pedro llama a los eclesiásticos
real sacerdocio, nación santa, pueblo de su propiedad (1 Ped 2, 9); pueblo
destinado a conquistar, pero ¿qué cosas?; «no riquezas, sino almas», responde
San Ambrosio. Los propios paganos querían que los sacerdotes no se ocuparán más
que del culto de los dioses, por lo que les prohibían el ejercicio de la
política.
Este pensamiento hacía gemir a San
Gregorio, que hablando de los sacerdotes exclamaba: «Dejemos las cosas terrenas
para aplicamos solamente a las cosas de Dios, pues hacemos todo lo contrario:
dejar las cosas de Dios para bajar a los negocios terrenos». Moisés, a quien
Dios había encargado ocuparse solamente de las cosas divinas, se ocupaba en
arreglar litigios, por lo que Jetro se lo echó en cara con estas palabras: Sé
tú ante Dios el representante del pueblo y lleva sus asuntos a Él (Ex 18, 19).
Y ¿qué diría Jetro si viera cómo nuestros sacerdotes atienden más negocios
terrenos, hechos siervos de los laicos, metidos en sus oficinas, con deterioro
de las obras de Dios? ¿Qué diría si los viera atender, como dice San Próspero,
más a ser ricos que buenos, más a adquirir honores que santidad? ¡Oh abuso tan
grande, exclamaba el doctor de la iglesia juan de Ávila, de evangelizar y
sacrificar por comer y ordenar el cielo para la tierra y el pan del alma para
el del vientre! ¡Qué miseria, añadía San Gregorio, ver a tantos sacerdotes que
procuran adquirir no los méritos de una vida virtuosa, sino las ventajas de la
vida presente! Por eso hasta en las funciones de su ministerio no atienden a la
gloria de Dios, sino a los honorarios que de ello han de ganar, termina San
Isidro de Pelusio. A este capítulo se pueden añadir muchas de las reflexiones
del siguiente, en que se habla de la santidad del sacerdote.)