domingo, 5 de julio de 2015

CAPITULO II DEL FIN DEL SACERDOCIO





I. Los santos huían del sacerdocio

San Cirilo de Alejandría decía que cuantos se encuentran informados del verdadero espíritu de Dios se sienten presa de temor al decidirse a subir al sacerdocio, como el otro que tiembla ante la enorme carga que se le va a poner sobre los hombros, por temor de sucumbir a su peso. San Epifanio nos cuenta que no encontraba a nadie que quisiera ordenarse de sacerdote. Un concilio cartaginense decretó que cuantos fueran juzgados dignos del sacerdocio y lo rehusaran, podrían ser hasta forzados a ordenarse. «Nadie, dice San Gregorio, recibe el sacerdocio voluntariamente» El diácono Poncio escribió en la vida de San Cipriano que, al oír el santo que lo iban a ordenar de sacerdote, se escondió por humildad. Se cuenta también en la vida de San Fulgencio que, en la misma situación, huyó y se escondió. Se anticipó, mediante la huida, a los deseos de cuantos querían elegirlo y fue a ocultarse a un sitio desconocido para ellos. Cuenta Sozomeno que San Atanasio también huyó para no ser ordenado sacerdote. San Ambrosio, según propia confesión, resistió cuanto pudo para que no lo ordenaran de sacerdote. San Gregorio, a pesar de haber Dios manifestado milagrosamente que lo quería sacerdote, trató de disfrazarse de mercader para huir de la ordenación.

San Efrén se fingió loco, San Marcos se cortó el pulgar y San Ammonio se cortó las orejas y la nariz para no ser ordenados sacerdotes; y como el pueblo insistiera en que se ordenara a San Ammonio, no contento con haberse cortado las orejas y la nariz, amenazó con cortarse también la lengua; así que hubo que desistir y no molestarlo más. Todo el mundo sabe que San Francisco quiso permanecer diácono, sin pasar al sacerdocio, por haber visto en una revelación que el alma del sacerdote ha de ser pura como el agua que se le mostró en un vaso de cristal. El abad Teodoro era sólo diácono, y, con todo, no quería ejercer su ministerio, porque vio en la oración una columna de fuego y oyó una voz que le decía: Si tienes tan encendido el corazón como esta columna, ejercita tu Orden. El abad Matúes fue sacerdote, pero no quiso celebrar nunca, pues decía que le habían ordenado a la fuerza y que no podía celebrar, pues se reconocía indigno de ello.

Antiguamente, entre los monjes que vivían vida tan austera, había pocos sacerdotes y juzgaban soberbio a quien pretendiese la ordenación; de aquí que San Basilio, para probar la obediencia de cierto monje, le mandó que pidiera públicamente el sacerdocio, siendo estimado aquel acto como de suma obediencia, pues con ella se presentaba a sí mismo como gran orgulloso.

Y ¿cómo se explica, les preguntaré, que los santos, que no viven más que para Dios, tengan tanta repugnancia a recibir a las órdenes sagradas, por estimarse indignos, y haya tantos que corren ciegamente al sacerdocio y no ceden hasta que llegan a él, por buenas o por malas? ¡Desgraciados!, exclama San Bernardo, ya que ser inscrito en el libro de los sacerdotes equivale a ser inscrito en el libro de los condenados. ¿Por qué? Porque casi todos éstos no son llamados por Dios, sino por sus parientes, intereses o ambiciones; de modo que entran en la casa de Dios no con el fin que debe animar al sacerdote, sino con torcidos fines mundanos. De aquí que los pueblos quedan abandonados, la Iglesia deshonrada y se pierdan tantas almas, con quienes también se pierden tales sacerdotes.

II. Cuál es el fin del sacerdote


Dios quiere que todos se salven, pero no por las mismas vías. Al igual que en el cielo distinguió diversos grados de gloria, así en la tierra estableció diversos estados de vida, como otros tantos caminos para dirigirse al cielo. Entre éstos, el más noble y elevado y hasta el supremo es el estado sacerdotal, en atención a los altísimos fines para que fue constituido el sacerdocio. ¿Qué fines son éstos? ¿Solamente el de celebrar la misa y rezar el oficio, para después de ello vivir vida mundana? No; la finalidad divina es establecer en la tierra personas públicas encargadas de cuanto concierne al honor de Su Divina Majestad y de la salvación de las almas: Todo pontífice escogido de entre los hombres es constituido en favor de los hombres, para aquellas cosas que miran a Dios, para que ofrecezcan dones y sacrificios por los pecados,  el cual se pueda compadecer de los ignorantes y extraviados (Heb 5, 1). Para servirle a Dios y ser su pontífice (Ecle. 45, 19). Es decir, como explica el cardenal Hugo, para desempeñar el oficio de alabar a Dios Y Cornelio Alápide añade: Como el oficio de los ángeles es el de alabar continuamente a Dios en el cielo, así el de los sacerdotes es el alabarle continuamente en la tierra.

Jesucristo estableció a los sacerdotes como cooperadores suyos, para procurar el honor de su Eterno Padre y la salvación de las almas; que por esto al subir al cielo declaró que los dejaba en su lugar, para que continuaran la obra de la redención que El mismo empezara y acabara. Hizo de ellos los delegados de su amor, como se explica San Ambrosio. Y el mismo Jesucristo dijo a sus discípulos: Como me ha enviado mi Padre, también yo os envío a vosotros (Jn 20, 21), y les dejo por obra la que vine a hacer a la tierra, esto es, manifestar a los hombres el nombre de mi Padre. Y, en efecto, hablando con su Eterno Padre, había dicho: Yo te glorifiqué sobre la tierra, consumando la obra que tú me has encomendado hacer... Manifesté tu nombre a los hombres (Jn 17, 4-6). Y luego le rogó por los sacerdotes: Yo los he comunicado tu palabra... Conságralos en la verdad... Como tú me enviaste al mundo, yo también los envié al mundo (lo. 17, 14. 17, 18). De donde se sigue que los sacerdotes se hallan en el mundo para dar a conocer a Dios, sus divinas perfecciones, su justicia, su misericordia, sus preceptos, y para hacer que se le respete, se le obedezca y se le ame como es debido; están destinados a buscar a las ovejas perdidas, dando para ello la vida si fuera necesario. Tal es el fin para el que Jesucristo vino al mundo y por el que instituyó a los sacerdotes: Como tú me enviaste al mundo, yo también los envié al mundo (Jn 17,18).

I.                 Principales deberes del sacerdote

Jesús no vino al mundo más que para encender el fuego del amor divino: Fuego vine a poner sobre la tierra, ¿y que he de querer sino que arda? (Lc. 12, 49). Esto es lo que ha de procurar el sacerdote durante toda su vida y con todas sus fuerzas: no ganar dinero ni conseguir honores ni bienes terrenales, sino ver que Dios es amado por todos. Somos llamados por Jesucristo, dice el autor de la Obra imperfecta, no para buscar nuestros propios intereses, sino para procurar la gloria de Dios. El amor verdadero no busca su propia ventaja, sino que se afana por llevar a cabo cuanto desea el amado. El Señor decía en el Levítico a los sacerdotes: Os he separado de entre los pueblos para que sean míos (Lev 20,26). Nótese que el para que sean míos quiere decir para que se dediquen a mis alabanzas, a mi servicio y a mi amor; y como dice San Pedro Damiano, para que sean los cooperadores y distribuidores de mis sacramentos. Para que sean, dice San Ambrosio, mis guías y los pastores del rebaño de Jesucristo; y añade el santo doctor que «el ministro de los altares no es ya suyo, sino de Dios». El Señor separa a los sacerdotes del resto de los demás hombres, para unirlos completamente así (Num 16, 9).

Quien me sirve, sígame (Jn 12, 26) Sígame, es decir, huyendo del mundo, ayudando a las almas, haciendo que Dios sea amado y combatiendo el pecado las ofensas de los que te insultaba recayeron sobre mi (Ps 68, 10). El sacerdote que es verdadero seguidor de Jesucristo toma las injurias hechas a Dios como hechas a sí mismo. Los laicos, aplicados a los negocios mundanos, no pueden rendir a Dios la debida veneración y agradecimiento, por lo que decía un sabio autor que «fue necesario escoger de entre la muchedumbre algunos hombres que estuviesen obligados a tributar al Señor los honores que se le deben».

En las cortes de los monarcas hay ministros encargados de hacer observar las leyes, alejar los escándalos, reprimir las sediciones y defender el honor del rey. Para todos estos fines constituyó el Señor a los sacerdotes, que son oficiales de su corte. Acreditémonos en todo, decía San Pablo, como ministro de Dios (2 Cor. 6, 4). Los ministros siempre están prontos a procurar a su soberano el respeto que le es debido, siempre hablan de él muy bien, y si oyen algo contra el monarca lo amonestan celosamente, se esfuerzan por prevenir sus gustos y exponen hasta la vida por complacerlo. ¿actúan así los sacerdotes con Dios? Cierto que son ministros suyos y por sus manos pasan y se tratan todos los negocios de la gloria de Dios. Por su medio se quitan los pecados del mundo, por lo que quiso morir Jesucristo: Nuestro hombre viejo fue con El crucificado para que sea eliminado el cuerpo del pecado (Rom. 6, 6). Pero en el día del juicio ¿cómo van a ser reconocidos como verdaderos ministros de Jesucristo los sacerdotes que, en lugar de impedir los pecados ajenos, fueron los primeros en actuar contra Jesucristo? ¿Qué se diría de un ministro que se negara a cuidar los intereses de su rey y se alejara cuando le pide su asistencia? Y ¿qué se diría si, además de esto, hablara contra su soberano y llegara a planear su destronamiento, asociándose con sus enemigos?

Los sacerdotes son embajadores de Dios: En nombre, pues, de Cristo, somos embajadores (2 Cor. 5, 20). Son los copartícipes de Dios para procurar la salvación de las almas: Pues de Dios somos colaboradores (1 Cor 3, 9). Jesucristo les infundió el Espíritu Santo para que salvaran las almas, perdonándoles sus pecados: Esto dicho, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, perdonados les serán; y a quien los retengan, retenidos quedan (Jn 20, 22. 23). De esto infiere el teólogo Habert que el espíritu sacerdotal consiste esencialmente en un celo ardoroso por la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Por tanto, el sacerdote no ha de ocuparse de las cosas terrenas, sino de las divinas: Constituido en favor de los hombres en cuanto a las cosas que miran a Dios (Heb. 5, 1). Por esto quiso San Silvestre que los días de la semana los llamaran ferias los clérigos, que vale tanto como vacaciones; con ello nos da a entender que nosotros, los sacerdotes, no hemos de mirar más que a Dios y a ganarle almas, oficio que llamaba divinísimo San Dionisio Areopagita. Dice San Antonio que sacerdote equivale a enseñanza sagrada y Honorio de Autún añade que presbítero equivale a dar paso, el que enseña el camino. También San Ambrosio llama a los sacerdotes guías y pastores de rebaño de Jesucristo. San Pedro llama a los eclesiásticos real sacerdocio, nación santa, pueblo de su propiedad (1 Ped 2, 9); pueblo destinado a conquistar, pero ¿qué cosas?; «no riquezas, sino almas», responde San Ambrosio. Los propios paganos querían que los sacerdotes no se ocuparán más que del culto de los dioses, por lo que les prohibían el ejercicio de la política.

Este pensamiento hacía gemir a San Gregorio, que hablando de los sacerdotes exclamaba: «Dejemos las cosas terrenas para aplicamos solamente a las cosas de Dios, pues hacemos todo lo contrario: dejar las cosas de Dios para bajar a los negocios terrenos». Moisés, a quien Dios había encargado ocuparse solamente de las cosas divinas, se ocupaba en arreglar litigios, por lo que Jetro se lo echó en cara con estas palabras: Sé tú ante Dios el representante del pueblo y lleva sus asuntos a Él (Ex 18, 19). Y ¿qué diría Jetro si viera cómo nuestros sacerdotes atienden más negocios terrenos, hechos siervos de los laicos, metidos en sus oficinas, con deterioro de las obras de Dios? ¿Qué diría si los viera atender, como dice San Próspero, más a ser ricos que buenos, más a adquirir honores que santidad? ¡Oh abuso tan grande, exclamaba el doctor de la iglesia juan de Ávila, de evangelizar y sacrificar por comer y ordenar el cielo para la tierra y el pan del alma para el del vientre! ¡Qué miseria, añadía San Gregorio, ver a tantos sacerdotes que procuran adquirir no los méritos de una vida virtuosa, sino las ventajas de la vida presente! Por eso hasta en las funciones de su ministerio no atienden a la gloria de Dios, sino a los honorarios que de ello han de ganar, termina San Isidro de Pelusio. A este capítulo se pueden añadir muchas de las reflexiones del siguiente, en que se habla de la santidad del sacerdote.)

domingo, 21 de junio de 2015

San Alfonso María de Ligorio.LA DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL. INTRODUCCION. CAPITULO I DE LA DIGNIDAD DEL SACERDOTE

INTRODUCCION

Este libro en conjunto es un eco fiel de cuanto los santos padres y doctores escribieron sobre la dignidad y santidad sacerdotal; es una síntesis admirable de la doctrina bíblica y patrística y un maravilloso arsenal de meditaciones y lecturas piadosas para el clero y para los que se preparan a recibir las sagradas órdenes.

    No brinda el pensamiento de un hombre sino el pensamiento de los santos padres y doctores de todos los siglos. De ahí la gran acogida y el entusiasmo con que este libro ha sido favorecido en todo el mundo católico, libro que en las Actas doctoratus llaman «brillante difundió conocido en todas partes».

Suprimimos en esta versión todas las notas y citas latinas que hace el Santo para para compartir un texto popular y práctico. De todos es sabido que esas citas interesan a muy pocos y casi nadie las lee. Por otra parte, si hay alguno interesado por ellas tienen la edición crítica publicada por la B. A.C.

No dudamos que la categoría con que la Iglesia ha honrado al Santo concediéndole los títulos de Doctor de la Iglesia y Patrón de moralistas y confesores es una garantía más de la seguridad de su doctrina que, como la palabra de Dios, nunca quedará anticuada.

Aunque el libro ha sido escrito pensado especialmente en los sacerdotes, también los religiosos y laicos podrán encontrar en él todo un bosque de santas meditaciones inmensamente útiles para todos.

Recomendado especialmente a los sacerdotes y a los que se preparan a recibir las sagradas órdenes resulta el libro ideal cuando se trate de obsequiarles por algún motivo especial.

Es el mejor regalo para un sacerdote, teniendo en cuenta, como observa el Santo, que contribuir a la santificación de los sacerdotes es la obra más valiosa que podemos hacer en este mundo, «porque una sola palabra de un sacerdote santo consigue mayores frutos que mil sermones de un sacerdote tibio o vulgar». «Si todos los predicadores y todos los confesores añadirá el Santo en otro lugar- desempeñaran sus obligaciones como se debe, todo el mundo sería santo...». Por eso, contribuir a la santificación de un solo sacerdote es contribuir a la santificación de muchos millares de almas; porque así como nadie puede salvarse si no es por Jesucristo, también es necesario el sacerdote oficial continuador de la obra de la redención.

El sacerdote en el ejercicio de sus funciones sacerdotales, no es una persona corriente: es otro Cristo que obra y manda en nombre de Cristo.

   El sacerdote al decir misa, en el momento de la consagración, al igual que todos los sacerdotes, incluso los indignos y pecadores, en aquel momento son otros Cristos, porque como nos enseña la fe, en la misa tanto la víctima como el celebrante u oferente son el mismo Cristo en persona.







PARTE I
CAPITULO I DE LA DIGNIDAD DEL SACERDOTE

I.                 Suprema sublimidad del sacerdote

Dice San Ignacio Mártir que «el sacerdocio es la dignidad suprema entre todas las dignidades criadas». San Efrén la llamaba «dignidad infinita». San Juan Crisóstomo dice que «el sacerdocio, aun cuando se ejerza en la tierra, ha de contarse entre las cosas celestiales». Casiano decía que «el sacerdote está más alto que todos los poderes de la tierra y que todas las grandezas del cielo, siendo mayor que él sólo Dios, e Inocencio III aseguraba que «el sacerdote está colocado entre Dios y el hombre, siendo inferior a Aquel y superior a éste. San Dionisio llama al sacerdote «hombre divino, por lo que decía que «su dignidad es divina». En una palabra, decía San Efrén, «la dignidad sacerdotal sobrepasa a cuanto se puede concebir». Basta saber que Jesucristo dijo que los sacerdotes han de ser tratados como su misma persona (Lc., 10, 16). Por eso decía San Juan Crisóstomo que «quien honra al sacerdote honra a Jesucristo y quien injuria al sacerdote injuria a Cristo». Santa María de Oignies, al considerar la dignidad de los sacerdotes, besaba la tierra en que colocaban los pies.

II. Importancia de las funciones sacerdotales

La dignidad del sacerdote se mide por las grandes funciones que tiene que desempeñar. Los sacerdotes están elegidos por Dios para tratar en la tierra todos sus negocios e intereses divinos, como dice San Cirilo de Alejandría. San Ambrosio llamaba al ministerio sacerdotal «profesión divina». El sacerdote es el ministro constituido por Dios como embajador público de toda la Iglesia, para honrarlo y para alcanzar de Él todas las gracias necesarias a los fieles. Toda la Iglesia, sin los sacerdotes, no puede tributar a Dios tanto honor ni alcanzar de El tantas gracias como un solo sacerdote que celebra una misa; porque toda la Iglesia sin sacerdotes no podría tributar a Dios honor mayor que el sacrificio de la vida de todos los hombres; pero ¿qué valen las vidas de todos los hombres en comparación del sacrificio de la vida de Jesucristo, que es sacrificio de valor infinito? ¿Qué son todos los hombres, ante Dios, sino un poco de polvo?; Como gotas de un cubo y como polvillo en la balanza son valorados (Is., 40, 15); más bien son pura nada: Todos los pueblos son como nada delante de Él (Is. 40, 17). Por esto, el sacerdote que celebra una misa tributa a Dios honra infinitamente mayor, sacrificándole a Jesucristo, que la que todos los hombres le tributarían muriendo por El, con el sacrificio de sus vidas. Además, el sacerdote con una sola misa tributa a Dios más honor que el que le han tributado y tributarán todos los ángeles del cielo, con María Santísima, quienes no pueden tributarle culto infinito, como el sacerdote que celebra en el altar.

Añádase que el sacerdote, al celebrar, ofrece a Dios un tributo de agradecimiento digno de su bondad infinita por todas las gracias concedidas hasta a los bienaventurados del paraíso, tributo de agradecimiento, digno de Dios, que todos los bienaventurados juntos no le pueden tributar. De donde se desprende que, aun en este respecto, la dignidad del sacerdote está por encima de todas las dignidades, aun celestiales. Además, «el sacerdote es embajador enviado por el universo entero ante Dios, para interceder y alcanzar sus gracias en favor de todas las criaturas», como se expresa San Juan Crisóstomo; y San Efrén añade que «el sacerdote trata familiarmente con Dios». En una palabra, que para el sacerdote no hay puerta cerrada.

Jesucristo murió para crear un sacerdote. No era necesario que el Redentor muriese para salvar al mundo, pues bastaba que derramase una gota de sangre, que vertiera una sola lágrima, que prorrumpiese en una plegaria, y hubiera alcanzado la salvación de todo el mundo, porque, como esta oración hubiera sido de infinito valor, habría bastado para salvar no uno, sino mil mundos. Con todo, para crear un sacerdote fue necesaria la muerte de Jesucristo; de no haber sido así, ¿dónde se hubiera hallado la Víctima que hoy ofrecen a Dios los sacerdotes de la nueva ley, Víctima santísima e inmaculada, capaz de tributar a Dios honores dignos de la divinidad? Ya apuntamos que todas las vidas de los hombres y de los ángeles son incapaces de tributar a Dios un honor infinito, como se lo tributa un solo sacerdote con una sola misa.

II.               Grandeza del poder sacerdotal

La dignidad del sacerdote se mide también según el poder que ejerce sobre el cuerpo real y sobre el cuerpo místico de Jesucristo. Por lo que al cuerpo real se refiere, es de fe que, cuando el sacerdote consagra, el Verbo encarnado se ve forzado a obedecerle, viniendo a sus manos bajo las especies sacramentales. Pasma el oír que Dios obedeció a Josué (jos. 10, 14), cuando ordenó al sol que se detuviera en su carrera, diciéndole: Sol, detente en Gabaón, y tú, luna, en el valle de Ayalón. Más, sin embargo, pasma el oír que, con pocas palabras del sacerdote «Este es mi cuerpo» (palabras de la consagración en la misa), el mismo Dios baja obediente a los altares y doquiera que le llame, todas las veces que lo llame, y se ponga entre sus manos, aun cuando el sacerdote fuera enemigo suyo. Y allí queda enteramente a disposición del sacerdote, quien lo mueve de un lugar a otro, según le place, y puede encerrarlo en el tabernáculo, exponerlo en el altar o llevarlo fuera de la iglesia, y hasta alimentarse de Él o darlo en alimento a los demás.                                                          

Por lo que respecta al cuerpo místico de Jesucristo, que se compone de todos los fieles, el sacerdote tiene la potestad de las llaves, es decir, el poder librar al pecador del infierno, hacerlo digno del paraíso, y de esclavo del demonio hacerlo hijo de Dios; y el mismo Dios está obligado a atenerse al juicio del sacerdote, perdonando o no perdonando, cuando el sacerdote absuelve al penitente o deja de absolverlo, con tal de que dicho penitente sea capaz. De suerte que el juicio de Dios, como se explica San Máximo de Turín, está en manos del sacerdote; y San Pedro Damiano añade que antepone la sentencia del sacerdote y Dios se limita a ratificarla. Por lo que concluye San Juan Crisóstomo que el Señor sigue al siervo, confirmando en el cielo cuanto éste decide en la tierra

Los sacerdotes, dice San Ignacio Mártir, «son los distribuidores de las gracias divinas y los asociados de Dios; son, continúa San Próspero, «el honor y las columnas de la Iglesia, son a la vez las puertas y los porteros del cielo».
Si el Redentor bajara a una iglesia y se sentara en un confesonario a administrar el sacramento de la penitencia, y en otro se sentara un sacerdote, Jesucristo diría también: Yo te absuelvo, y el sacerdote diría también: Yo te absuelvo, y tanto en un confesonario como en otro quedarían igualmente absueltos los penitentes. ¡Qué honrado sería el súbdito a quien el rey confiriese el poder librar de la cárcel a quien quisiera! Pues mucho mayor es el poder que el Eterno Padre dio a Jesucristo y Jesucristo a los sacerdotes, al concederles librar del infierno no tan sólo los cuerpos, sino también las almas.

IV.   La dignidad del sacerdote sobrepasa todas las dignidades creadas

«La dignidad sacerdotal es, por lo tanto, la más grande de cuantas hay en este mundo», enseña San Ambrosio; «aventaja, añade San Bernardo, todas las dignidades de los reyes, de los emperadores y de los ángeles»; de lo que concluye San Ambrosio que «la dignidad del sacerdote le coloca sobre la dignidad de los reyes, como el oro excede al plomo». San Juan Crisóstomo da la razón, diciendo que «el poder de los reyes se extiende solamente sobre los bienes temporales y sobre los cuerpos, mientras que el de los sacerdotes se extiende sobre los bienes espirituales y sobre las almas». De donde concluye, como más arriba se ha visto, que «el poder o la dignidad del sacerdote está por cima de los príncipes cuanto el alma está por encima del cuerpo», según dijo el Papa San Clemente.

Los reyes de la tierra tienen a gala honrar a los sacerdotes, y ésta es una de las señales de los buenos príncipes, escribe el papa Marcelo. Los reyes, dice Pedro de Blois, se apresuran a arrodillarse ante el sacerdote, a besarle la mano y a inclinar la cabeza para recibir su bendición; de este modo, dice San Juan Crisóstomo, reconocen la superioridad del sacerdote. Cuenta Baronio (Año 325), que Leoncio, obispo de Trípoli, llamado a la corte por la emperatriz Eusebia, mandó a decirle que, si le quería ver, habría de ser con las siguientes condiciones: cuando llegara, tendría la emperatriz que bajar inmediatamente del trono y acercársele, inclinando la cabeza bajo sus manos para pedirle la bendición; después él se sentaría, en tanto que ella no lo podría hacer sin su permiso; y terminaba diciéndole que sin estas condiciones, nunca pisaría la corte. Invitado San Martín por el emperador Constantino a comer, honró primero con la copa a su capellán y luego la ofreció al emperador. -El emperador Constantino el Grande, en el concilio Niceno, quiso ocupar el último lugar, después de todos los sacerdotes, y en silla más pequeña, y, además, no quiso sentarse sin su permiso. -El rey Boleslao veneraba de tal modo a los sacerdotes, que ni siquiera se atrevía a sentarse en su presencia.
La dignidad sacerdotal excede también a la de los ángeles, como escribe Santo Tomás, y por eso son de ellos venerados, añade San Gregorio Nacianceno. Todos los ángeles del cielo no son capaces de absolver de un solo pecado. Los ángeles custodios velan por las almas que les están encomendadas y cuidan, si estuvieren en pecado, de que vayan al sacerdote, en espera de la absolución, como explica San Pedro Damiano. Aun cuando San Miguel se hallare a la cabecera de un moribundo que le invoca, lo único que podrá el santo arcángel será arrojar al demonio tentador, mas no podrá librar a su devoto de las cadenas si no llegare un sacerdote para absolverlo. Después de haber conferido el sacerdocio San Francisco de Sales a cierto edificante clérigo, vio que, al pasar la puerta, se detenía, pareciendo hablar con otra persona a quien cedía el paso. Le preguntó luego el santo qué había pasado, y el nuevo presbítero respondió que el Señor le había honrado con la presencia visible de su ángel custodio, quien antes de la consagración iba a su derecha y le precedía, pero, al ser ordenado de sacerdote, caminaba a su izquierda y le cedía siempre el paso; tal era la causa de haberse detenido en la puerta a ceder en santo aferramiento el paso a su ángel. San Francisco de Asís decía: «Si encontrara a un ángel del cielo y a un sacerdote, primero me arrodillaría ante el sacerdote y luego ante el ángel».

El poder del sacerdote sobrepasa hasta al poder de María Santísima, porque la Madre de Dios podrá rogar por un alma y alcanzarle con sus ruegos lo que quiera, pero nunca la podrá absolver de la más mínima culpa. Inocencio III decía: «Aun cuando la Santísima Virgen haya sido elevada sobre los apóstoles, con todo, no a ella, sino a ellos confió el Señor las llaves del reino de los cielos. San Bernardino de Siena escribió: «Perdonadme, benditísima Virgen, pues no hablo contra vos; Dios elevó al sacerdote sobre ti»; y prueba la razón diciendo: María concibió a Jesucristo una sola vez, pero el sacerdote, en la consagración, lo concibe, por decirlo así, tantas veces cuantas quiere; de tal modo que, si la persona del Redentor no estuviera aún en el mundo, el sacerdote, pronunciando las palabras consagratorias, produciría la sublime persona del Hombre-Dios. Razón tenía San Agustín para exclamar: « ¡Venerable dignidad la de los sacerdotes, entre cuyas manos se encarna el Hijo de Dios, como se encamó en el seno de la Virgen!». Por eso a los sacerdotes los llama San Bernardo «padres de Jesucristo», pues son, efectivamente, la causa activa de que la persona de Jesucristo exista realmente en la hostia consagrada.

Hasta el sacerdote puede ser llamado, en cierto sentido, creador de su Criador, porque al pronunciar las palabras de la consagración crea, por decirlo así, a Jesús Sacramentado, al darle el ser sacramental, y lo produce como víctima que se ofrece al Eterno Padre. Así como para crear el mundo bastó que Dios lo ordenara y fue hecho (Ps. 32, 9), así basta que el sacerdote diga sobre el pan: Este es mi cuerpo, y el pan deja de ser pan para convertirse en el cuerpo de Jesucristo. «El poder sacerdotal, dice San Bernardino de Siena, es como el de las divinas personas, ya que en la transubstanciación del pan se requiere tanto poder como en la creación del mundo». San Agustín escribe: « ¡Venerable santidad de las manos!, ¡glorioso ministerio! Quien me creó me dio poder para crearlo, y quien me creó a mí sin mí, se creó a sí por medio de mí! ». Y San Jerónimo añade que «así como la palabra de Dios creó el cielo y la tierra, también las palabras del sacerdote crean a Jesucristo». Tan grande es la dignidad del sacerdote, que llega hasta a bendecir en el altar al mismo Jesucristo, como víctima que se ofrece al Padre Eterno. Dice el P. Mansi que en el sacrificio de la misa se considera a Jesucristo como principal oferente y como víctima: como oferente bendice al sacerdote, pero como víctima el sacerdote lo bendice a Él.

V. Altura del puesto que ocupa el sacerdote

La grandeza de la dignidad del sacerdote se mide, además según la altura del puesto que ocupa. El sínodo de Chartres llamó al sacerdocio «permanencia de los santos» (Año 1550). Se llama a los sacerdotes «vicarios de Jesucristo porque hacen en la tierra sus veces», como se expresa San Agustín. De igual modo habla San Carlos Borromeo en el sínodo de Milán («gerentes de Dios en la tierra...»); y antes que ellos lo expresó el Apóstol: nosotros pues, somos embajadores en nombre de Cristo, como si los exhortara Dios por medio de nosotros (2 Cor. 5, 20).
Cuando subió al cielo el divino Redentor, dejó en la tierra a los sacerdotes para que desempeñaran sus funciones de Mediador entre Dios y los hombres, particularmente en el altar, como dice San Lorenzo Justiniano: «El sacerdote ha de acercarse al altar como el mismo Jesucristo»; San Cipriano añade: «El sacerdote hace las funciones y desempeña el oficio del Salvador»; y San Juan Crisóstomo continúa: «Cuando veas al sacerdote ofreciendo el sacrificio, piensa en la mano de Cristo, extendida invisiblemente».
Idéntico puesto que el Salvador ocupa el sacerdote cuando absuelve de los pecados, diciendo: Yo te absuelvo. Este gran poder que el Eterno Padre dio a Jesucristo lo comunicó Jesús a los sacerdotes, escribió Tertuliano («Jesús dio poder a sus sacerdotes»). Para perdonar un pecado es necesario todo el poder del Altísimo, como canta la Iglesia. Razón tenían, pues, los hebreos cuando, al oír que Jesucristo perdonaba los pecados del paralítico, se preguntaban: ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? Con todo, lo que sólo puede hacer Dios con su omnipotencia, puede hacerlo también el sacerdote con estas palabras: Yo te absuelvo de tus pecados; porque la forma, o sí se quiere, las palabras de la forma, proferidas por el sacerdote en el sacramento, obran inmediatamente lo que significan, Maravilla fuera que alguien tuviese la virtud de poder cambiar con unas solas palabras en blanca la piel de un negro. Mayor maravilla aún es la que verifica el sacerdote, pues al decir: Yo te absuelvo, cambia al instante al pecador, de enemigo en amigo de Dios, y de esclavo del infierno en heredero del paraíso.

El cardenal Hugo pone en boca de Dios estas palabras dirigiéndose al sacerdote que absuelve a un pecador: «Yo hice el cielo y la tierra, pero te confiero el poder hacer una creación mejor y más noble: la del alma que está en pecado. Crea un alma nueva, es decir, de esclava de Lucifer hazla hija mía. Yo hice que la tierra produjera frutos, y te concedo una creación mejor aún, la de que el alma produzca sus frutos». El alma sin gracia es árbol seco, que no puede dar cosecha; pero al recibir la gracia por medio del sacerdote da frutos de vida eterna. San Agustín añade que «es mayor obra la justificación de un pecador que la creación del cielo y la tierra». Preguntó Job: ¿Tienes tú un brazo como el de Dios, y con voz como la suya truenas? (job 40, 4). ¿Quién será el que tenga el brazo el poder como el de Dios y como El haga resonar el trueno de su voz? Este es el sacerdote, quien por medio de la absolución se vale del brazo y de la voz de Dios para librar a las almas de infierno.
Escribe San Ambrosio que el sacerdote, cuando absuelve, hace igual que el Espíritu Santo cuando justifica a las almas. Por eso el Redentor, al conferir a los sacerdotes el poder absolver, les dio su Espíritu: dicho esto, sopló sobre ellos y les dice: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, perdonados le son; a quienes los retengan, les quedan retenidos (Jn. 20, 22-23). Les dio su espíritu, es decir, el Espíritu Santo, que santifica las almas, constituyéndolos como colaboradores suyos, como dice el Apóstol: Pues de Dios somos colaboradores (1 Cor, 3-9). Y San Gregorio dice: «Recibieron el supremo poder judiciario para que con el derecho de Dios perdonen los pecados a unos y a otros se los retengan». Razón, pues, tenía San Clemente para llamar al sacerdote dios de la tierra. David decía: Dios... en medio de los dioses da su sentencia (Ps. 82, 1). Estos dioses, explica San Agustín, son los sacerdotes, e Inocencio III escribe: «Los sacerdotes se llaman dioses por la dignidad de su oficio».

VI.   Conclusión

¡Qué horror causa ver, dice San Ambrosio, en una persona una dignidad sublime junta con una vida vergonzosa, una profesión divina junta con obras de maldad! «¿Qué es, pregunta Salviano, una dignidad altísima, conferida a un ser indigno, más que una perla en el lodo?».

El Apóstol dice: Nadie se apropia este honor sino cuando es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así también Cristo no se glorificó a sí mismo en hacerse Pontífice, sino el que le habló: Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado (Heb. 5, 4-5), con lo que nos advierte que nadie se atreva a subir al sacerdocio sin recibir primero el llamamiento divino, como en otros tiempos Aarón, ya que ni el mismo Cristo quiso atribuirse el honor del sacerdocio, sino que esperó a que el Padre lo llamara. Deduzcamos de aquí la altura de la dignidad sacerdotal; y cuanto mayor es tanto ha de ser más temida. «Grande es la dignidad de los sacerdotes, escribe San Jerónimo, pero grande es también su ruina si llegan a pecar. Alegrémonos de la altura, pero temamos la caída». Llora San Gregorio, diciendo: «Los elegidos, purificados por las manos de los sacerdotes, entran en la patria celestial, y los mismos sacerdotes se precipitan en los tormentos eternos», que es lo que acontece con el agua bautismal, prosigue el santo, la cual lava a los bautizados de sus pecados, los manda al cielo y ella baja al drenaje».