domingo, 5 de julio de 2015

CAPITULO II DEL FIN DEL SACERDOCIO





I. Los santos huían del sacerdocio

San Cirilo de Alejandría decía que cuantos se encuentran informados del verdadero espíritu de Dios se sienten presa de temor al decidirse a subir al sacerdocio, como el otro que tiembla ante la enorme carga que se le va a poner sobre los hombros, por temor de sucumbir a su peso. San Epifanio nos cuenta que no encontraba a nadie que quisiera ordenarse de sacerdote. Un concilio cartaginense decretó que cuantos fueran juzgados dignos del sacerdocio y lo rehusaran, podrían ser hasta forzados a ordenarse. «Nadie, dice San Gregorio, recibe el sacerdocio voluntariamente» El diácono Poncio escribió en la vida de San Cipriano que, al oír el santo que lo iban a ordenar de sacerdote, se escondió por humildad. Se cuenta también en la vida de San Fulgencio que, en la misma situación, huyó y se escondió. Se anticipó, mediante la huida, a los deseos de cuantos querían elegirlo y fue a ocultarse a un sitio desconocido para ellos. Cuenta Sozomeno que San Atanasio también huyó para no ser ordenado sacerdote. San Ambrosio, según propia confesión, resistió cuanto pudo para que no lo ordenaran de sacerdote. San Gregorio, a pesar de haber Dios manifestado milagrosamente que lo quería sacerdote, trató de disfrazarse de mercader para huir de la ordenación.

San Efrén se fingió loco, San Marcos se cortó el pulgar y San Ammonio se cortó las orejas y la nariz para no ser ordenados sacerdotes; y como el pueblo insistiera en que se ordenara a San Ammonio, no contento con haberse cortado las orejas y la nariz, amenazó con cortarse también la lengua; así que hubo que desistir y no molestarlo más. Todo el mundo sabe que San Francisco quiso permanecer diácono, sin pasar al sacerdocio, por haber visto en una revelación que el alma del sacerdote ha de ser pura como el agua que se le mostró en un vaso de cristal. El abad Teodoro era sólo diácono, y, con todo, no quería ejercer su ministerio, porque vio en la oración una columna de fuego y oyó una voz que le decía: Si tienes tan encendido el corazón como esta columna, ejercita tu Orden. El abad Matúes fue sacerdote, pero no quiso celebrar nunca, pues decía que le habían ordenado a la fuerza y que no podía celebrar, pues se reconocía indigno de ello.

Antiguamente, entre los monjes que vivían vida tan austera, había pocos sacerdotes y juzgaban soberbio a quien pretendiese la ordenación; de aquí que San Basilio, para probar la obediencia de cierto monje, le mandó que pidiera públicamente el sacerdocio, siendo estimado aquel acto como de suma obediencia, pues con ella se presentaba a sí mismo como gran orgulloso.

Y ¿cómo se explica, les preguntaré, que los santos, que no viven más que para Dios, tengan tanta repugnancia a recibir a las órdenes sagradas, por estimarse indignos, y haya tantos que corren ciegamente al sacerdocio y no ceden hasta que llegan a él, por buenas o por malas? ¡Desgraciados!, exclama San Bernardo, ya que ser inscrito en el libro de los sacerdotes equivale a ser inscrito en el libro de los condenados. ¿Por qué? Porque casi todos éstos no son llamados por Dios, sino por sus parientes, intereses o ambiciones; de modo que entran en la casa de Dios no con el fin que debe animar al sacerdote, sino con torcidos fines mundanos. De aquí que los pueblos quedan abandonados, la Iglesia deshonrada y se pierdan tantas almas, con quienes también se pierden tales sacerdotes.

II. Cuál es el fin del sacerdote


Dios quiere que todos se salven, pero no por las mismas vías. Al igual que en el cielo distinguió diversos grados de gloria, así en la tierra estableció diversos estados de vida, como otros tantos caminos para dirigirse al cielo. Entre éstos, el más noble y elevado y hasta el supremo es el estado sacerdotal, en atención a los altísimos fines para que fue constituido el sacerdocio. ¿Qué fines son éstos? ¿Solamente el de celebrar la misa y rezar el oficio, para después de ello vivir vida mundana? No; la finalidad divina es establecer en la tierra personas públicas encargadas de cuanto concierne al honor de Su Divina Majestad y de la salvación de las almas: Todo pontífice escogido de entre los hombres es constituido en favor de los hombres, para aquellas cosas que miran a Dios, para que ofrecezcan dones y sacrificios por los pecados,  el cual se pueda compadecer de los ignorantes y extraviados (Heb 5, 1). Para servirle a Dios y ser su pontífice (Ecle. 45, 19). Es decir, como explica el cardenal Hugo, para desempeñar el oficio de alabar a Dios Y Cornelio Alápide añade: Como el oficio de los ángeles es el de alabar continuamente a Dios en el cielo, así el de los sacerdotes es el alabarle continuamente en la tierra.

Jesucristo estableció a los sacerdotes como cooperadores suyos, para procurar el honor de su Eterno Padre y la salvación de las almas; que por esto al subir al cielo declaró que los dejaba en su lugar, para que continuaran la obra de la redención que El mismo empezara y acabara. Hizo de ellos los delegados de su amor, como se explica San Ambrosio. Y el mismo Jesucristo dijo a sus discípulos: Como me ha enviado mi Padre, también yo os envío a vosotros (Jn 20, 21), y les dejo por obra la que vine a hacer a la tierra, esto es, manifestar a los hombres el nombre de mi Padre. Y, en efecto, hablando con su Eterno Padre, había dicho: Yo te glorifiqué sobre la tierra, consumando la obra que tú me has encomendado hacer... Manifesté tu nombre a los hombres (Jn 17, 4-6). Y luego le rogó por los sacerdotes: Yo los he comunicado tu palabra... Conságralos en la verdad... Como tú me enviaste al mundo, yo también los envié al mundo (lo. 17, 14. 17, 18). De donde se sigue que los sacerdotes se hallan en el mundo para dar a conocer a Dios, sus divinas perfecciones, su justicia, su misericordia, sus preceptos, y para hacer que se le respete, se le obedezca y se le ame como es debido; están destinados a buscar a las ovejas perdidas, dando para ello la vida si fuera necesario. Tal es el fin para el que Jesucristo vino al mundo y por el que instituyó a los sacerdotes: Como tú me enviaste al mundo, yo también los envié al mundo (Jn 17,18).

I.                 Principales deberes del sacerdote

Jesús no vino al mundo más que para encender el fuego del amor divino: Fuego vine a poner sobre la tierra, ¿y que he de querer sino que arda? (Lc. 12, 49). Esto es lo que ha de procurar el sacerdote durante toda su vida y con todas sus fuerzas: no ganar dinero ni conseguir honores ni bienes terrenales, sino ver que Dios es amado por todos. Somos llamados por Jesucristo, dice el autor de la Obra imperfecta, no para buscar nuestros propios intereses, sino para procurar la gloria de Dios. El amor verdadero no busca su propia ventaja, sino que se afana por llevar a cabo cuanto desea el amado. El Señor decía en el Levítico a los sacerdotes: Os he separado de entre los pueblos para que sean míos (Lev 20,26). Nótese que el para que sean míos quiere decir para que se dediquen a mis alabanzas, a mi servicio y a mi amor; y como dice San Pedro Damiano, para que sean los cooperadores y distribuidores de mis sacramentos. Para que sean, dice San Ambrosio, mis guías y los pastores del rebaño de Jesucristo; y añade el santo doctor que «el ministro de los altares no es ya suyo, sino de Dios». El Señor separa a los sacerdotes del resto de los demás hombres, para unirlos completamente así (Num 16, 9).

Quien me sirve, sígame (Jn 12, 26) Sígame, es decir, huyendo del mundo, ayudando a las almas, haciendo que Dios sea amado y combatiendo el pecado las ofensas de los que te insultaba recayeron sobre mi (Ps 68, 10). El sacerdote que es verdadero seguidor de Jesucristo toma las injurias hechas a Dios como hechas a sí mismo. Los laicos, aplicados a los negocios mundanos, no pueden rendir a Dios la debida veneración y agradecimiento, por lo que decía un sabio autor que «fue necesario escoger de entre la muchedumbre algunos hombres que estuviesen obligados a tributar al Señor los honores que se le deben».

En las cortes de los monarcas hay ministros encargados de hacer observar las leyes, alejar los escándalos, reprimir las sediciones y defender el honor del rey. Para todos estos fines constituyó el Señor a los sacerdotes, que son oficiales de su corte. Acreditémonos en todo, decía San Pablo, como ministro de Dios (2 Cor. 6, 4). Los ministros siempre están prontos a procurar a su soberano el respeto que le es debido, siempre hablan de él muy bien, y si oyen algo contra el monarca lo amonestan celosamente, se esfuerzan por prevenir sus gustos y exponen hasta la vida por complacerlo. ¿actúan así los sacerdotes con Dios? Cierto que son ministros suyos y por sus manos pasan y se tratan todos los negocios de la gloria de Dios. Por su medio se quitan los pecados del mundo, por lo que quiso morir Jesucristo: Nuestro hombre viejo fue con El crucificado para que sea eliminado el cuerpo del pecado (Rom. 6, 6). Pero en el día del juicio ¿cómo van a ser reconocidos como verdaderos ministros de Jesucristo los sacerdotes que, en lugar de impedir los pecados ajenos, fueron los primeros en actuar contra Jesucristo? ¿Qué se diría de un ministro que se negara a cuidar los intereses de su rey y se alejara cuando le pide su asistencia? Y ¿qué se diría si, además de esto, hablara contra su soberano y llegara a planear su destronamiento, asociándose con sus enemigos?

Los sacerdotes son embajadores de Dios: En nombre, pues, de Cristo, somos embajadores (2 Cor. 5, 20). Son los copartícipes de Dios para procurar la salvación de las almas: Pues de Dios somos colaboradores (1 Cor 3, 9). Jesucristo les infundió el Espíritu Santo para que salvaran las almas, perdonándoles sus pecados: Esto dicho, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, perdonados les serán; y a quien los retengan, retenidos quedan (Jn 20, 22. 23). De esto infiere el teólogo Habert que el espíritu sacerdotal consiste esencialmente en un celo ardoroso por la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Por tanto, el sacerdote no ha de ocuparse de las cosas terrenas, sino de las divinas: Constituido en favor de los hombres en cuanto a las cosas que miran a Dios (Heb. 5, 1). Por esto quiso San Silvestre que los días de la semana los llamaran ferias los clérigos, que vale tanto como vacaciones; con ello nos da a entender que nosotros, los sacerdotes, no hemos de mirar más que a Dios y a ganarle almas, oficio que llamaba divinísimo San Dionisio Areopagita. Dice San Antonio que sacerdote equivale a enseñanza sagrada y Honorio de Autún añade que presbítero equivale a dar paso, el que enseña el camino. También San Ambrosio llama a los sacerdotes guías y pastores de rebaño de Jesucristo. San Pedro llama a los eclesiásticos real sacerdocio, nación santa, pueblo de su propiedad (1 Ped 2, 9); pueblo destinado a conquistar, pero ¿qué cosas?; «no riquezas, sino almas», responde San Ambrosio. Los propios paganos querían que los sacerdotes no se ocuparán más que del culto de los dioses, por lo que les prohibían el ejercicio de la política.

Este pensamiento hacía gemir a San Gregorio, que hablando de los sacerdotes exclamaba: «Dejemos las cosas terrenas para aplicamos solamente a las cosas de Dios, pues hacemos todo lo contrario: dejar las cosas de Dios para bajar a los negocios terrenos». Moisés, a quien Dios había encargado ocuparse solamente de las cosas divinas, se ocupaba en arreglar litigios, por lo que Jetro se lo echó en cara con estas palabras: Sé tú ante Dios el representante del pueblo y lleva sus asuntos a Él (Ex 18, 19). Y ¿qué diría Jetro si viera cómo nuestros sacerdotes atienden más negocios terrenos, hechos siervos de los laicos, metidos en sus oficinas, con deterioro de las obras de Dios? ¿Qué diría si los viera atender, como dice San Próspero, más a ser ricos que buenos, más a adquirir honores que santidad? ¡Oh abuso tan grande, exclamaba el doctor de la iglesia juan de Ávila, de evangelizar y sacrificar por comer y ordenar el cielo para la tierra y el pan del alma para el del vientre! ¡Qué miseria, añadía San Gregorio, ver a tantos sacerdotes que procuran adquirir no los méritos de una vida virtuosa, sino las ventajas de la vida presente! Por eso hasta en las funciones de su ministerio no atienden a la gloria de Dios, sino a los honorarios que de ello han de ganar, termina San Isidro de Pelusio. A este capítulo se pueden añadir muchas de las reflexiones del siguiente, en que se habla de la santidad del sacerdote.)

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